Cerró el puño y la arena le raspó en el interior de la palma de la mano. La brisa de aire caliente la abrazaba ardiente. No tenía fuerzas para levantarse pero el dolor de estar en el suelo y encima de tantas piedras, era insoportable. Volvió a abrir la mano. Sangre.
No sabía cuanto tiempo llevaba allí inconsciente. Abrió los ojos y miró a su alrededor. Nada. La gran falda de su vestido violeta de princesa esta rasgado. El sol la deslumbró y algunos recuerdos volvieron a su cabeza. La había abandonado, desprestigiado, infravalorado y tirado allí, en aquel lugar perdido del mundo. Una lágrima pura nació de sus ojos azules y recorrió su mejilla. Cada latido de su corazón le hacía daño en el pecho.
Se incorporó y observó sus zapatos de tacón blancos tirados a varios metros de ella. Con la ilusión con la que los había comprado para que acabaran así. Más recuerdos volvieron a su cabeza.
-Pero señor… ¡Morirá! –le reprochó otro hombre con sombrero que la miraba desde la lejanía.
Ella también lo miró y los dos a la vez dejaron escapar una lágrima de sus ojos. Los de ella, azules, los de él, color miel. Dos ojos, dos miradas que no se volverían a encontrar.
Ella también lo miró y los dos a la vez dejaron escapar una lágrima de sus ojos. Los de ella, azules, los de él, color miel. Dos ojos, dos miradas que no se volverían a encontrar.
-¡Vamos! ¡Date prisa si no quieres acabar como ella! –volvió a gritar el hombre que montaba una preciosa yegua blanca.
El hombre del sombrero se acercó a la chica y le puso algo entre las manos. Un papel. Seguidamente, le susurró: “Volveré a por ti”
Cada recuerdo era una puñalada para su corazón que ya estaba demasiado herido. Le sorprendía seguir viva después de haber pasado la noche en aquel lugar. Se miró las manos, pero allí no había ningún papel. Se levantó a duras penas. Tenía heridas por todos lados, algunas profundas y llenas de sangre seca. Se sacudió lo que le quedaba de la falda con la esperanza de que aquel papel cayera al suelo. Pero no fue así y se dio por vencida. No tenía fuerzas para buscarlo por los alrededores y sabía que ya no tenía nada que hacer y que moriría allí. Ya ni le dolía. Un tirabuzón de su pelo rubio se mezcló con sus lágrimas, empapándose casi por completo.
A muchos metros de allí, un pequeño papel arrugado y amarillo corría con el viento. En su interior se hallaba escrita con pésima caligrafía una dirección. “Sé fuerte y acude a este lugar. Allí te ayudarán hasta que yo vaya a por ti. Te quiero, princesa”.